El milagro de lo anodino: Realismo Americano
Edward Hopper
(Nyach, 1882 – NYC 1967)
Enunciaba Tolstoy que «las familias felices se parecen unas a otras, pero cada familia infeliz lo es a su manera.»Igual ocurre con los artistas que son comprendidos y admirados en vida: suele ser siempre por motivos parecidos. Sin embargo, los que tardan en ser asimilados tienen cada uno, para ello, su propia causa. Tardaría la opinión general en pensar a Hopper de la forma en la que hoy se hace tanto como hemos tardado en darnos cuenta de que la sospecha del artista se acababa transformando en evidencia.
En el caso de Edward no podemos afirmar que se trate de un pintor frustrado en cuanto a lo que a vivir del arte se refiere aunque, si bien, su primera exposición en solitario con diez piezas en el Whitney Club se cerrara con la redonda cifra de ninguna venta y se pusiera el primer broche del desdén general que para todo artista adelantado a su tiempo parece obligatorio portar en la solapa. Previamente Hopper se había venido desempeñando como ilustrador y publicista en la C. Phillips & Company hasta que decidiera escurrirse cualquier otra responsabilidad que no fuera la de ser pintor. Cinco años después de su estreno ya se había convertido en un referenciado realista de la escuela americana que se venía formando como tradición cultural estadounidense consagrada y orgullosa hasta los felices años 20. Más felices para unos que para otros, seguramente.
Con los representantes de ésta escuela, además del enunciado literal de la etiqueta, compartía Edward poca cosa. Éstos representaban estampas bucólicas que la naturaleza o sus compatriotas ofrecían por el continente y, por ende, el país. Acabados eminentemente pictóricos y contenidos intelectuales sencillos, placenteros, animados y con poco llamamiento a la contradicción, la complejidad o la duda. Por contra, Hopper intuía un interés extra en lugares donde lo idílico se veía interrumpido por lo real y lo contingente para la lírica pero necesario para el habitante. Un par de metros más allá del marco. Un poco de aquella verja, un par de postes de luz y la mitad de un tercero.
Para la primera década del siglo XX los diques del conservadurismo habían cedido ante la ola de vanguardias que habían sobrevenido al impresionismo. En 1906 Hopper llega a París para una estancia europea de un año, que no sería la última. Otro año más tarde Picasso pinta «Las Señoritas de Avignon» y tan sólo dieciséis antes Van Gogh se había adminstrado una dosis de plomo en el pecho, en otro formato y posología distintos de los que ya lo venía haciendo, lo que, a consecuencia, le costaría la vida que le quedaba. Cezzanne, Pisarro, Degás, Monet… fueron ecos de los que Hopper asumió la ausencia de la oscuridad en la sombra, el aprecio por el momento, el contenido urbanita, ocioso y hostelero de gran parte de las escenas. De igual manera aprendería pero, en este caso, para trabajar en el sentido opuesto, del desorden, intuición y espontaneidad de los europeos que él cambiaría por un orden y planificación extremos.
Hopper descarga, progresivamente, sus lienzos de complejidades, de rellenos y de pinceladas sobrepuestas o cruzadas. Dispone composiciones sólidas y espacios planos, reiterativos, con equilibrios geométricos y sombras saturadas y angulares. Inserta volúmenes sencillos, personajes humanos o inanimados, distancias amplias que refuerzan la irrelevancia de lo queda fuera o dentro y algún inaudible latido de vida.
Según Hopper se alejaba de aquello que define a un mero figurativista, con más pesadez e insignificancia se interpretaban sus lienzos. No solo tal realismo iba siendo negado por el mismo mercado que tanto se identificó con el género, si no que, además, lo lánguido de una propuesta como «Gas Station» entrados en 1940, en contraste con un expresionismo abstracto como el que hacía casi diez años venía siendo reivindicado por un enérgico Rhotko como principal referente hacían del estilo de Hopper un asunto superado.
Sin embargo, por los mismos años en que debutaban las abstracciones de moda, Edward viajaba con su coche y su mujer, Josephine Nivison, tambien pintora y la única modelo que tuvo el neoyorquino, según se dice, porque ella nunca le habría dejado tener otra. En sus obsevaciones se mostraba capaz de extraer esa simpleza compositiva y carga teórica de paisajes como el de «City Roofs» o «Early Sunday Morning» en los que vemos la redundancia de recursos, los espacios lisos, las mezclas limpias y el dibujo arquitectónico luminoso que auguran que el pintor está por escaparse definitivamente de toda obra que no tenga esa pretensión fundamentalmente propositiva, intelectual y abstracta.
Hopper, para la década de los 60, ya había cargado sus pinceles de más material y había empastado sus trazos. Ya había molestado a sus altivas casas haciéndolas convivir con vías de tren que se cruzaban sin permiso por el lienzo bajo un cielo opresivamente amplio y claro, había introducido a sus noctámbulos bebedores en un bar donde se respiraba una quieta luz artificialmente pura, donde a los enamorados los había trocado en desconocidos, donde lo accesorio se repartía el protagonismo que a lo principal parecía caérsele por desidia. Habían crecido las paredes. Habían desaparecido los cristales de sus desmesuradas ventanas. Las figuras humanas ya reflexionaban, cada vez más solas, sobre qué atributo exacto era el que les otorgaba tal condición.
El realismo de Hopper finalmente se vuelve eminentemente interpretativo y pierde realidad. Lo que trata de renderizar cada vez se parece más a un sentimiento que a una escena, sus personajes cosificados y genéricos saben antes que el espectador que no hay nada de extraño en esto. Quizá haya habido algo interesante y apasionante que resolver, pero no es ahora. Ahora, y aquí, este instante inerte es algo sencillo de entender sin artificios ni alegorías. Ahora no hay diferencia entre personaje y espectador, entre soledad y compañía, entre conformidad y nostalgia.
En «People at the Sun» de 1960 podemos apreciar ejemplos integrados de la limpieza y concisión compositiva, técnica y propositiva a la que llega Hopper. Su paisaje ya se resume en áreas planas uniformemente gradadas. Ellas ceden la atención a una partitura monocorde de personajes que, en traje, dedican el domingo a disponerse sentados bajo el sol, recibir su luz y nada más. Uno de ellos lee más incorporado. Pero nada más. Media carretera, media casa, media sombra, medio rato suspendido y ensimismado en su irrelevancia existencial cotidiana. Medio sarcásmo en otro de sus títulos descriptivos, lapidarios, honestamente tramposos. Y nada más.
En la obra con la que Hopper se despedía en 1966 a sus 83 años, «Dos Cómicos», Josephine y él figuran subidos a una platea teatral y delante de un fondo ultramar con ínfulas de ser más oscuro que el propio abismo, cogidos de la mano. Se disponen a hacer la reverencia de agradecimiento a un público que, debajo de ellos y del escenario cortado por el límite del bastidor, no se ve. No están. «La sociedad olvida a los artistas a los diez minutos de su muerte» dijo Hopper alguna vez. Pese a que el trazo ha aprendido tanto a ser libre que lo intuimos monstruoso y no nos quiere dar el regalo de definirnos nada, podría decirse que ambos sonríen apaciblemente. Algo muy simple. Otra vez. La Última.
Muy buena entrada de Arte y Pintura 😉