Cómo Fairtrade ha cambiado la vida de caficultores en perú
¿Comprar productos Fairtrade realmente marca la diferencia en la vida de las personas? Paula Mª Pérez Blanco, Responsable de Comunicación de Fairtrade Ibérica nos cuenta la historia de una comunidad de caficultores y de cómo ha cambiado sus vidas gracias al Comercio Justo.
A la sombra de las montañas de nieve del sur de Perú crece el mejor café del país. Cultivarlo roza lo imposible. Solo se consigue gracias al conocimiento de antiguas tradiciones y con la ayuda del Comercio Justo. Dante Palomino rompe el silencio bruscamente con su Enduro cubierta de polvo. Ha estado tres horas conduciendo la motocicleta, sin embargo no se concede ninguna pausa, en lugar de ello sube a la montaña en busca del campo de café del miembro más antiguo de la cooperativa de café Incahuasi. En realidad, aquí no debería crecer café. Las cuestas son demasiado escarpadas, la tierra muy pedregosa, llueve muy de vez en cuando y, de hecho, toda la región situada al sur de Andahuaylas es demasiado alta. A pesar de todo esto, crece café y no cualquier café, sino el mejor que se puede encontrar en todo Perú.
Todo lo que hacemos es conforme al sistema de la minka. Esto significa que nos ayudamos los unos a los otros, cuando alguien tiene un trabajo que no puede llevar a cabo solo
Porque cuanto más alto se cultiva un café, mejor es este. Y sobre una altura mayor a estos 2.200 metros no se puede cultivar café, ya que no soporta las heladas. Dante es ingeniero agrario y ayuda a los productores a recordar las tradiciones de sus antecesores, los incas, para que puedan cultivar café a pesar de las condiciones desfavorables. «Todo lo que hacemos es conforme al sistema de la minka. Esto significa que nos ayudamos los unos a los otros, cuando alguien tiene un trabajo que no puede llevar a cabo solo«, explica Dante. La minka proviene de los tiempos de los incas. Todo el pueblo se congregaba para construir la casa de una determinada familia o terrazas en las pendientes escarpadas para que se pudieran construir campos. De igual modo ocurre hoy en día. Eugenio Sanestore, con 90 años, afirma: «Sin la minka no podría cultivar café«. Él y su esposa Lucia, de 75 años, trabajan en su plantación de café como antiguamente a pesar de su avanzada edad. Aún pueden quitar las hierbas y cosechar, pero ya no pueden mantener en pie los muros que delimitan los bancales de su campo. De todos modos no es necesario, ya que los habitantes del pueblo les ayudan en esta difícil tarea.«Así es como funcionamos, uno ayuda a otro. Antiguamente los dos estuvieron ahí, cuando mis abuelos necesitaron ayuda, y hoy es al revés», dice Rubén Muriel, quien ha venido para colocar de nuevo en la pared algunas piedras caídas.
Dante Palomino le mira y aconseja. Viaja en una moto todoterreno constantemente de un pueblo a otro, y asesora a los productores a cultivar mejor el café. Con su enduro parece un visitante de otro planeta en los pueblos con cultivos de café, ya que para los miembros de la tribu Incahuasi parece que se haya detenido el tiempo.
La gente aquí casi no habla castellano sino que conserva el quechua, la lengua de sus antepasados. Alrededor de la cintura llevan bufandas hechas a mano, tejidas con viejos patrones. No tienen electricidad ni agua corriente y las casas son como hace 500 años, construidas con ladrillos de barro seco y sin ventanas de vidrio. La calle en este área remota no se terminó hasta hace un año. El camino es largo.
Antiguamente recorríamos encima de una mula los caminos que atraviesan las montañas para vender nuestro café a una cooperativa cercana. Estábamos fuera durante siete días, debíamos pasar dos puertos cubiertos de nieve
De Andahuaylas, que está situada a unas 20 horas en bus desde la capital, Lima, hay ocho horas por un camino lleno de baches que se retuerce una y otra vez en zigzag con dos puertos de montaña de más de 4.000 metros. «Antiguamente recorríamos encima de una mula los caminos que atraviesan las montañas para vender nuestro café a una cooperativa cercana. Estábamos fuera durante siete días, debíamos pasar dos puertos cubiertos de nieve», recuerda Dante Palomino.
Pero hace tres años 310 productores de 10 aldeas se unieron en una cooperativa propia de café. Desde el principio tuvieron la posibilidad de vender su café de Comercio Justo, y a partir de entonces todo fue más fácil. «Hemos comprado un camión para recoger, por la nueva carretera, los sacos de café en las aldeas. Fue un gran reto», cuenta Dante. Su sueldo y su moto se pagaron con la Prima Fairtrade. A pesar de todo las mulas no quedaron en desuso: todavía llevan su pesada carga de 60 kilos por los antiguos caminos incas de las fincas periféricas hasta los pueblos que se encuentran en la nueva carretera. Benedicto Alania acaba de llegar a través de las montañas con Churi y vacía los sacos de café.
Vierte los granos de café en una superficie de hormigón y los deja al sol para que pierdan la humedad, que puede haber variado durante el transporte. «Esta instalación nos pertenece», dice con evidente satisfacción. «La hemos construido con nuestro premium.» El muro ha sido reparado y Dante y Rubén pasan al siguiente problema: el agua. «Esta es una zona desértica, aquí casi nunca llueve», dice Dante. «No hay agua subterránea, por eso dependemos de las corrientes glaciales».
El ingeniero agrónomo le explica a Ruben cómo se debe tender el sistema de tubos desde el arroyo hasta el campo. «Es importante que no desvíe demasiada agua, de lo contrario los vecinos que viven por debajo no tienen suficiente«, advierte, y cierra la llave de agua giratoria un poco más. «Eso es suficiente para simular una lluvia ligera«, dice, y va a la secadora, para ver que todo está en orden. «¿De camino a aquí te has fijado en el glaciar?» le pregunta a Benedicto. Mueve la cabeza lleno de preocupación cuando oye que la nieve del Chukisapra ha retrocedido de nuevo un par de metros. «Si esto sigue así, dentro de un par de años no tendremos agua». No hay nada que él pueda hacer al respecto, así que trata de pensar en otra cosa.
Lucía sirve una sabrosa comida: sopa de quinoa, patatas, huevo y gallina. Es tradición que los que reciben la ayuda de los vecinos, se ocupen de la comida. «Sin la minka, sin la ayuda de nuestra comunidad local, no podríamos sobrevivir«, dice ella. «Pero sin el Comercio Justo tampoco funcionaría.» La pareja de ancianos no solo se beneficia del hecho de que su café ya no tiene que transportarse cargado en mulas a través de las montañas y de la ayuda del ingeniero agrónomo. «El año pasado, Eugenio enfermó, y la cooperativa nos dio dinero para los medicamentos«, recuerda Lucía agradecida. Dante se bebe otra taza de café, sube de nuevo en su motocicleta y se pone de camino a la próxima aldea con cultivos de café, donde quiere ver los nuevos brotes. Al pasar asusta con el ruido a la mula de Benedicto. Tanto ruido no es habitual. Y después el pueblo se sumerge de nuevo en el silencio de las escarpadas montañas.
Creo que la Ecología y el Comercio Justo terminará imponiéndose como Imperativo Ético para las Empresas. Gracias por el artículo.